Aunque el Halloween que importamos actualmente de Estados Unidos, tiene sus primitivos orígenes en los ritos druídicos de la antigua Britania, todas las culturas agrícolas han celebrado sus particulares ritos de fin del verano y llegada del temible, oscuro y mortal invierno. Una estación de oscuridad y hambre en la que reinaba la muerte y para la que había que prepararse.
Hoy en día en nuestra cómoda y sobrealimentada sociedad occidental, no podemos ni imaginarnos lo que la llegada del invierno, sobre todo en las regiones más la norte del globo, suponía para nuestros antepasados. “The Winter is comming” no era una frase vacía de significado precisamente, suponía unos meses en los que, si la cosecha veraniega y la ultima otoñal no habían resultado fructíferas, supondría la muerte por inanición y enfermedades relacionadas, sobre todo para los miembros más vulnerables del colectivo como niños y ancianos.
“The Winter is comming” El terrible invierno
Si ya el invierno era duro para las pequeñas sociedades de cazadores recolectores del paleolítico, tras la revolución neolítica y la llegada de la agricultura y la ganadería controladas, las crecientes poblaciones resultaban más vulnerables que nunca a las hambrunas propiciadas por malas cosechas o inviernos especialmente crudos, además, el hacinamiento de poblaciones crecientes y la consiguiente insalubridad, propiciaba el contagio de enfermedades agravando la situación.
No es de extrañar por ello que estas sociedades desarrollaran diferentes ritos propiciatorios, para poner de su parte a las diferentes deidades de la muerte y a los espíritus de los antepasados muertos que reinarían en los meses de invierno. Eran una noche (o noches) o los que el velo entre el mundo de los vivos y los muertos se difuminaba y los muertos vagaban a sus anchas por el mundo de los vivos.
Estos ritos, festivos y desatados, en muchos casos salvajes, intentaban paliar el miedo mediante rituales que les dieran la necesaria ilusión psicológica de control (mediante la ofrenda/sacrificio controlo al dios, ergo controlo el fenómeno natural) jugando también, como el resto de ritos del año, como factor de cohesión social y cultural.
Por ejemplo y volviendo a los orígenes del Halloween anglosajón, en el Samhain o Samagín, la tradición celta en la que los hechiceros de la antigua Britania (los míticos druidas) danzaban alrededor de una fogata con el objetivo de ahuyentar a los malos espíritus y protagonizaban tristes sacrificios humanos (Sacrificios humanos comunes en sociedades norteñas de inviernos extremos en los que había que sacrificar textualmente a parte de la población para que el resto pudiera sobrevivir). Esta tradición resultó tan salvaje para los invasores romanos que estos la prohibieron a su llegada a las islas. Caso inédito, teniendo en cuenta el respeto que tenían los romanos por los ritos y creencias de los pueblos conquistados, que era uno de los puntos claves del triunfo de la romanización.
Es decir, que los orígenes de la ahora lúdica y simpática noche, son terribles, oscuros y arraigados en atávicos y profundos temores psicológicos.
El día de los muertos en la antigua Hispania
Es de lógica que los pueblos pre romanos de la península, al menos desde el neolítico a la edad de hierro tuvieran sus propios ritos propiciatorios ante la llegada del invierno. Imaginamos que diversos entre los distintos pueblos ya fueran de tradición celta, ibera o tartesica.
En la Comunidad de Madrid, la antigua Carpetania, quizás los ritos estuvieran vinculados a Airon, dios acuático de carácter dual como dador de vida, cuando se vincula a manantiales y fuentes, y dios del inframundo cuando se vincula a pozos o simas.
Quizás también tuviera relación con la diosa Ataecina (Ataegina) diosa del inframundo. En todo caso y por desgracia no disponemos de las necesarias fuentes arqueológicas ni literarias que nos permitan ahondar en sus ancestrales tradiciones religiosas.
La llegada de roma
Con la romanización resultaría lógico que esas celebraciones, como el resto, fueran asimiladas y con el tiempo, incorporadas a la mitología romana. Probablemente, las tradiciones autóctonas convivirían con las foráneas durante largo tiempo de tal suerte que pervivirían de una forma u otra hasta la llegada del cristianismo que las incorporo, como al resto de tradiciones “paganas”, en el actual día de todos los Santos, en las que se recuerda a los muertos visitando sus tumbas en los cementerios y llevándoles flores como ofrenda.
La Lemuria, el “Halloween” Romano.
Fuente: unaderomanos
La Lemuria, el particular día de los muertos romano, se celebraba en primavera, y no en otoño y estaba vinculado a las larvae o lémures (representados como esqueletos), espíritus de los muertos que habían vivido una vida miserable y que vagaban para atormentar a los vivos.
Los lemures, erraban por los campos, los pozos (accesos al inframundo) y el hogar molestando a criados, niños y animales y propinando buenos sustos y amargos sinsabores.
Eran la versión maligna de los lares espíritus de los antepasados, protectores del hogar. Éstos pertenecían al grupo de los dioses Manes que eran considerados los dioses familiares y domésticos,
Los dioses Manes eran tenidos en cuenta en los entierros con la mención en las lápidas de DIS MANIBUS (a los dioses Manes). A éstos también se dedicaba una festividad, las fiestas de Parentalia, que tenían lugar entre el 13 y 21 de febrero para honrar a los antepasados. El día 21 se celebraba la fiesta de la Feralia, cuando los familiares visitaban las tumbas de sus ancestros y dejaban coronas de flores, sal, pan empapado en vino puro y leche.
Los antiguos romanos consideraban a los lémures como espíritus vengativos que salían de sus tumbas para atormentar a sus familiares vivos y relacionaban su origen con Remo. De hecho, Ovidio sitúa dicho origen en los tiempos míticos cuando éste se apareció tras ser asesinado por su hermano Rómulo. Se ha deducido por ello que en sus inicios la fiesta se denominó “Remuria”, aunque todo parece indicar que esta etimología sería ficticia.
Así, como hemos visto, en la Antigua Roma existía una paradójica dualidad con los antepasados difuntos: por un lado, existía la obligación ancestral de honrarlos mientras que también, por otro, el respeto temeroso hacia su regreso.
Los días 09, 11 y 13 de mayo, los lémures regresaban al mundo de los vivos y vagaban por las casas de sus familiares. Para conjurarlos se celebraba una gran fiesta pública además de una serie de ritos privados que tenían lugar en el seno de cada familia.
Mientras que de la ceremonia oficial no sabemos nada, sí conocemos parte de los ritos familiares gracias a la descripción que nos dejo en su obra Fastos el escritor latino Publio Ovidio Nasen.
Cuenta Ovidio que cada una de las tres noches el “Pater Familia” se levantaba a la medianoche y, tras hacer una señal de protección de la higa (el puño cerrado con el pulgar sobresalido entre los dedos) y lavarse las manos con agua corriente, cogía nueve habas negras (que se cree alimentadas con sangre) y las arrojaba a su espalda sin volver nunca la mirada atrás. Después de tirar cada una de ellas, debía repetir: “Yo arrojo estas habas, con ellas me salvo yo y los míos”. Supuestamente, las habas eran recogidas por el espíritu quien, si quedaba satisfecho, se marchaba.
Una de las pocas citas de Mecenas dice así:
“A la búsqueda de comida y bebida se aparecen en nuestras moradas y pasan su muerte a la espera”
Al parecer, una de las principales motivaciones de los lemures, además de otras como la búsqueda de venganza o justicia, consistía en el ansia de probar de nuevo alimentos humanos. Por ello, no parece extraño que en algunos mosaicos que decoraban los suelos de las casas se representaran desperdicios de alimentos a modo de ofrenda a estos espíritus.
Pero a veces no bastaba con aplacar su hambre, por lo que, tras realizar el rito de las habas, el cabeza de familia debía hacer sonar un gong de bronce mientras clamaba nueve veces: “!Sombras de mis antepasados, marchaos¡” Con ello la ceremonia terminaba y el Pater Familia era libre de darse la vuelta. Los habitantes de la casas podían ya respirar tranquilos, al menos durante un año.
Prueba de que estos días eran considerados peligrosos o “nefastos” lo constituye el hecho de que los templos permanecían cerrados y, entre otros ritos, no se celebraban matrimonios. Un dicho popular rezaba:
“Solo la mujer mala se casa en el mes de mayo”
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