¡No seas neandertal!. Y otras historias sobre la evolución humana

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¡No seas neandertal!. Y otras historias sobre la evolución humana. En este fascinante best seller internacional, la paleoantropóloga coreana Sang-Hee Lee explora y cuestiona algunas de las asunciones evolutivas más importantes con resultados del todo inesperados.

¿Qué información pueden darnos unos dientes fosilizados sobre la esperanza de vida de nuestros ancestros?

¿Fue la agricultura un paso en falso en la evolución humana?

¿Cómo pueden unas simples comparaciones geométricas de cráneos y fósiles pélvicos sugerir un posible origen de nuestra naturaleza social?

¿Qué tenemos realmente en común con los neandertales?

Autoras: Lee, Sang-Hee y Yoon, Shin-Young

Nº de páginas: 336

Editorial: EDITORIAL DEBATE

Lengua: CASTELLANO

ISBN: 978-84-9992-802-9

Sin existencias

Descripción

¡No seas neandertal!. Y otras historias sobre la evolución humana. En este fascinante best seller internacional, la paleoantropóloga coreana Sang-Hee Lee explora y cuestiona algunas de las asunciones evolutivas más importantes con resultados del todo inesperados.

¿Qué información pueden darnos unos dientes fosilizados sobre la esperanza de vida de nuestros ancestros?

¿Fue la agricultura un paso en falso en la evolución humana?

¿Cómo pueden unas simples comparaciones geométricas de cráneos y fósiles pélvicos sugerir un posible origen de nuestra naturaleza social?

¿Qué tenemos realmente en común con los neandertales?

A través de una serie de jugosos capítulos, este libro nos ofrece nuevas perspectivas sobre nuestros primeros antepasados homínidos, desafiando las percepciones sobre la progresión tradicional de la evolución.

Al combinar una visión antropológica con una investigación vanguardista e innovadora, las sorprendentes conclusiones de Lee arrojan nueva luz sobre los comienzos de la humanidad y nos conectan con nuestro pasado más remoto.

No seas neandertal es el libro perfecto para todos aquellos curiosos que quieren otra historia sobre nuestros orígenes y todo el proceso que nos ha traído hasta aquí. A medida que avanzamos en el camino evolutivo, Lee nos ayuda a determinar hacia dónde nos dirigimos y aborda una de nuestras preguntas científicas más apremiantes: ¿sigue evolucionando la humanidad?

Sobre las autoras:

Sang-Hee Lee es bióloga antropológica especializada en la evolución humana. Es profesora en la Universidad de California y ha escrito numerosos artículos académicos y periodísticos sobre varios temas relacionados con su especialidad.

Shin-Young Yoon es periodista científica y escritora coreana. Es editora jefa de una de las revistas científicas más prestigiosas de su país, Science Dong-A, y ha sido galardonada con numerosos premios por su trayectoria profesional.


Leer el primer capítulo

INTRODUCCIÓN

EMPRENDAMOS UN VIAJE JUNTOS

En el año 2001 estaba a punto de iniciar un nuevo capítulo de mi vida como profesora ayudante doctora en el Departamento de Antropología de la Universidad de California, en Riverside. Planeaba enviar todas mis pertenencias a California, incluido mi automóvil, y después, hacer el viaje cómodamente en avión (todo ello gracias a que la universidad cubría los gastos de mi mudanza).

Este plan habría de desbaratarse pronto. Mi tutor de la escuela de posgrado me recomendó encarecidamente que en lugar de ello viajara en coche por el país. Desde luego, yo no estaba de acuerdo y protesté. Enérgicamente. Quería llegar a California tan pronto como fuera posible e instalarme cuanto antes. Pero esta era solo una razón superficial; para ser franca, el empeño me aterrorizaba. Después de una larga discusión, cedí ante mi tutor, que me argumentó de forma convincente que esta sería la única oportunidad que yo tendría en la vida para experimentar y sentir íntimamente cómo era Estados Unidos.

Recordé un libro que me había causado una fuerte impresión, Travels with Charley (1962), de John Steinbeck. Lo había leído después de graduarme en la facultad, mientras me preparaba para entrar en una escuela de posgrado en Estados Unidos. Steinbeck viajó a través del país con su perro Charley en medio de una crisis sobre lo que significaba ser estadounidense y de qué estaba hecha la nación. Escribió con franqueza acerca de los problemas que envenenaban el país, entre ellos, la desigualdad racial. A partir de su retrato, no fue en absoluto sorprendente que en la década de 1960 estallara el movimiento pro derechos civiles, que sacudió todo el territorio hasta sus cimientos. Y aquel libro me causó una fuerte impresión en 1990, cuando iniciaba mi vida en Estados Unidos.

Cuando me fui de Corea, había poco interés entre los coreanos por el multiculturalismo y la diversidad. Para alguien como yo, que tenía una idea vaga y simple acerca de dos razas, la blanca y la negra, los aspectos multidimensionales de la raza y la muy arraigada tensión entre ellas eran algo desconocido. Así, cuando adopté la sugerencia de mi tutor de recorrer el país en coche, decidí sacar el mayor partido de mi experiencia hablando con la gente adondequiera que yo fuera, viéndolo y sintiéndolo todo. Cargué una grabadora, junto con el resto de mis pertenencias que no envié, en mi camioneta Dodge Voyager de 1994 (un coche fiable, aunque las ventanas se abrían manualmente, carecía de aire acondicionado y ni siquiera disponía de reproductor de casetes) y me dispuse a partir.

Seguí algunos principios básicos antes de empezar mi recorrido a través del país. Primero, no circularía por autopistas y usaría carreteras locales siempre que fuera posible. En aquel entonces no disponía de un teléfono móvil, de modo que adquirí un teléfono de emergencia —con el que solo podía llamar al 911— y un cargador que podía cargarse con la batería del coche. Compré una caja de botellas de agua, otra de galletas saladas, algo de ropa sencilla y algunos artículos de aseo personal. Me sentía como la capitana Janeway de Star Trek: Voyager, una de mis series de televisión favoritas. «Llegar a donde nadie ha llegado jamás», pensé cuando me fui de casa, y me lancé a la carretera.

Salí de un barrio a las afueras de Pittsburgh (de nombre un tanto desconcertante: Indiana, Pensilvania) en el que había pasado un año como profesora ayudante visitante en la Universidad de Indiana. Indiana es más conocida por ser el lugar de nacimiento del actor Jimmy Stewart. Durante el tiempo que pasé allí, era un pueblo de tamaño medio que había ido decayendo junto con la industria de la minería del acero de Pittsburgh. A medida que los hombres perdían su trabajo en las minas de acero, las mujeres se iban convirtiendo en el sostén de la familia, a menudo con empleos en el sector servicios. Había muchas personas en Indiana que no estaban nada contentas con los cambios en el panorama económico (tanto el doméstico como el de la ciudad), y la universidad, que se había erigido en la principal fuente de puestos de trabajo cuando se hundió la industria de la minería del acero, reflejaba esta animadversión. Pasé todo el año allí deseando marcharme, a la espera de enseñar en una facultad mayor y en una atmósfera más acogedora. Con esta amable anticipación para el futuro, inicié mi viaje a través de Estados Unidos.

Hice mi primera parada en Michigan para despedirme de mi tutor, Milford Wolpoff, uno de los primeros defensores del «modelo de evolución multirregional» como explicación del origen de los humanos modernos, pero, sobre todo, mi más enérgico defensor y crítico. Además, puesto que yo estaba muy lejos de mi hogar, me trataba como a una más de la familia. Me había enamorado de la paleoantropología (un campo transdisciplinar de la ciencia y las humanidades), a pesar de no haber estudiado ciencias en el instituto ni en la facultad. De no haber sido por los ánimos y el apoyo inquebrantable de un mentor como Milford Wolpoff, no hay duda de que los retos para entrar en este campo me habrían resultado insuperables.

Me fui de Michigan y me dirigí a Kentucky para visitar a una de mis amigas de la escuela de posgrado. Había llegado a Estados Unidos con sus padres, procedentes de Saigón, al final de la guerra del Vietnam, y nos habíamos convertido en amigas íntimas, en parte porque ambas éramos asiáticas. Habíamos perdido el contacto después de que ella dejara los estudios de posgrado y, siguiendo una trayectoria vital completamente diferente a la mía, ocupara un puesto de ejecutiva en una gran empresa y se convirtiera en una feliz madre de dos hijos.

Muchos de nosotros vamos a la universidad para dedicarnos a una vida académica, pero siempre hay gente que abandona los estudios antes de completar un grado y sigue otro camino, como hizo mi amiga. En el contexto de mi viaje a través del país, nuestra reunión hizo que yo meditara acerca de los caminos que no se siguen. ¿Qué habría ocurrido si ella hubiera persistido entonces, en lugar de abandonar? ¿Y qué habría ocurrido si yo hubiera dejado antes el camino académico y hubiera buscado una alternativa? Por un lado, hace falta mucho valor para cambiar de rumbo una vez que se inicia el camino para obtener un doctorado. Se ha de superar el temor a que la gente piense que eres un perdedor y un rajado. Pero proseguir tampoco es una hazaña menor. Al final, ningún camino es fácil. O, más bien, todos los caminos son hermosos.

Inicié mi recorrido campo a través con una gran ambición. Pero después de pasar por Kentucky, Illinois y Misuri (conduciendo a través de una llanura interminable) empecé a sentirme agotada. Tras la frescura de las primeras horas de la mañana, el sol de finales de agosto pronto se tornaba caluroso y sofocante. Sin aire acondicionado, tenía que conducir con una ventana abierta. Al dirigirme siempre hacia el oeste, constantemente me encontraba de cara al sol y mi brazo izquierdo se iba volviendo más oscuro cada día. El filtro solar era inútil. Las carreteras locales eran tranquilas, con solo uno o dos coches que se cruzaban con el mío cada día. En todas las emisoras de la radio, mi única fuente de entretenimiento, sonaba música country y del Oeste. Con el aire caliente que entraba por la ventana abierta, conduciendo un coche caldeado y escuchando la suave música country, casi notaba que mi cerebro se fundía. Ahora entiendo por qué la gente que hace viajes largos pone música estimulante y sencilla.

Después de conducir durante todo el día, tan pronto empezaba a ponerse el sol, me detenía en el motel más cercano.

—¿Tienen una habitación libre? —preguntaba.

Entonces, por lo general, una recepcionista alta y de mediana edad me miraba con desconfianza y preguntaba a su vez:

—¿Seguro que viene sola?

Por la manera en que dirigía furtivas miradas detrás de mí, creo que sospechaba que, aunque estaba alquilando una habitación «para uno», después metería en ella a un montón de gente.

Luego tomaba una cena sencilla, volvía a mi habitación, veía un rato la televisión, me duchaba y me iba a dormir. Cuando se hacía de día, tomaba el desayuno continental disponible en el motel, pagaba y volvía a la carretera.

Apenas emitía una palabra en todo el día. Quizá un par durante la entrada y la salida en los moteles. Adondequiera que fuera, era muy consciente de lo diferente que era mi aspecto. Todos eran más blancos y más grandes que yo. Cada día me encogía un poco más. No quería hablar con nadie, en parte porque desconfiaba de los extraños (que, en cualquier caso, no me invitaban a iniciar una conversación) y en parte porque ya me estaba cansando de todo el proyecto. Cada dos o tres días compraba postales en una gasolinera o en una tienda y enviaba noticias a mis padres y amigos en Corea.

Una vez que hube atravesado Kansas, que ya se sabe que es más llana que una tabla, ante mí apareció un panorama enorme: las Montañas Rocosas. Las Rocosas forman un paisaje tumultuoso. La carretera se curvaba, subía y bajaba continuamente por cumbres y valles, y yo tenía que estar alerta. Pensaba en los muchos pioneros que habían intentado hacer este camino con carromatos y que habían fracasado (incluidos, también, los de la expedición Donner que, embarrancados en Sierra Nevada, se habían visto obligados a recurrir al canibalismo para sobrevivir).

Finalmente, pasé de Nevada a California. El primer lugar que visité en California fue Calico, que antaño había sido un animado pueblo minero con yacimientos de plata y que ahora no era más que una atracción turística venida a menos. Calico vivió su apogeo durante la fiebre de la plata de la década de 1880, cuando hubo aproximadamente quinientas minas que funcionaron durante doce años. Después de que el precio de la plata se desplomara a mediados de la década de 1890, Calico se despobló y se convirtió en un pueblo fantasma.

En realidad, Calico ocupa un lugar destacado en la historia de la paleoantropología. En 1960, Louis Leakey, famoso por sus espectaculares descubrimientos de homininos fósiles en África, ubicó en Calico el asentamiento más antiguo de los primeros americanos nativos e inició un proyecto de excavaciones. Con todo probabilidad, Leakey quería añadir un capítulo americano a su gran éxito en África. En cambio, la excavación, que empezó con una gran atención de los medios de comunicación y con especulación pública, terminó sin ningún descubrimiento notable, y Leakey se fue de la localidad. Todavía es una cuestión polémica si los «utensilios líticos» descubiertos en Calico habían sido producidos por el hombre o si se trataba de simples restos de rocas fracturadas.

Inicié mi viaje en Pensilvania, conduje a lo largo de 5.600 kilómetros, atravesando diez estados en dieciséis días, y llegué a California unos pocos días antes del 11 de septiembre de 2001. En un abrir y cerrar de ojos, Estados Unidos dejó de ser un lugar en el que un extranjero de aspecto extraño pudiera conducir lentamente por la campiña en una vieja furgoneta.

Una vez terminado mi viaje, ya era hora de empezar mi nueva vida como profesora. Trabajé duro para demostrarme que era algo más que una contratada en razón de la diversidad, aunque sospechaba que esta era la causa de que me hubieran ofrecido el puesto.

Ser profesora era todo un reto. Al haber crecido en una cultura en la que el rey, el padre y el maestro son considerados la Santísima Trinidad, me resultaba difícil acostumbrarme a un ambiente en el que los estudiantes podían considerar amigos a sus profesores y no tenían ningún problema en expresar opiniones diferentes. Desde luego, yo ya había experimentado algo de esto cuando era estudiante en la Universidad de Michigan, pero era totalmente diferente vivirlo como profesora.

Al principio, daba las clases de la manera que me enseñaron en la facultad. Pensaba de forma errónea que los estudiantes estarían agradecidos por el saber que les impartía y que absorberían mis palabras como esponjas. Sin embargo, los estudiantes tenían ideas diferentes. Se sentaban en el aula con los brazos cruzados, retándome a que consiguiera su respeto y su atención. Era una atmósfera muy distinta a mi experiencia universitaria en Corea, donde formar parte de una universidad, como estudiante o como miembro del claustro de profesores, era una marca de orgullo y exigía respeto por parte de los demás.

Me di cuenta demasiado tarde de que yo no tenía un talento natural para enseñar. Desesperada, dediqué todos mis esfuerzos a la investigación. Pasaron los años, me establecí lo mejor que pude y al final obtuve una plaza como profesora numeraria. Después, de manera inesperada, se puso en contacto conmigo Shin-Young Yoon, un periodista científico de Corea, y me propuso que iniciara una columna sobre evolución humana en Gwa Hak Dong A, una revista coreana de divulgación sobre ciencia.[1] Intrigada, acepté y empecé a escribir ensayos de divulgación sobre varios temas interesantes de la evolución humana. A medida que continuaba la serie, me di cuenta de lo limitado e ineficaz que resulta comunicar de una manera unilateral y autoritaria. Pero así era como yo había estado enseñado.

Empecé a contarles relatos a mis estudiantes de la misma manera que los contaba en mis ensayos para la revista coreana. Entonces ocurrió algo milagroso: comencé a sentir pasión y entusiasmo por un extenso curso que yo impartía regularmente: Introducción a la Antropología Biológica.

Algunos profesores prefieren una clase íntima y exploran en profundidad un tema bien acotado con un pequeño número de estudiantes interesados. Yo antes era una más de este tipo de profesores. Pero ahora prefiero las clases grandes. Entre los cientos de estudiantes que asisten a las grandes clases introductorias, algunos eligen el curso tan solo para cumplir un requisito de la educación general. Antes, me desanimaba al ver las caras aburridas de los estudiantes que ocupaban la mitad posterior de una gran aula. Ahora me encanta el reto de provocar algo de curiosidad en estos mismos estudiantes, de intentar maneras diferentes de llegar a ellos, de motivarlos para que quieran saber más. Esto hace que el curso se mantenga fresco para mí, aunque el contenido sigue siendo más o menos el mismo. E, inevitablemente, algunos de los estudiantes que eligieron el curso porque tenían que hacerlo, no porque quisieran, deciden pasarse a la carrera de Antropología.

He descubierto que los mismos temas que interesan a los estudiantes jóvenes también interesan a los adultos. Desde luego, esto no es sorprendente: de dónde provenimos, cómo vivíamos y por qué tenemos el aspecto que tenemos son algunas de las preguntas fundamentales que todos nos planteamos en algún momento de nuestra vida. En periódicos y revistas, los nuevos hallazgos de fósiles de humanos ancestrales siempre llaman la atención. La única lección que todas estas historias sobre la evolución humana transmiten de manera repetida es que no hay una respuesta correcta y que no hay preguntas malas: el estudio de la evolución humana es un campo que cambia continuamente.

Lo que se acepta como respuesta correcta en un momento determinado puede ser puesto en duda por nuevos datos y una nueva hipótesis en otro. Un rasgo que es ventajoso desde el punto de vista evolutivo, que tiene una ventaja adaptativa, es en última instancia un producto del azar. Los individuos con un rasgo que apareció de repente, que recibieron de forma casual un beneficio en su entorno igualmente aleatorio, pudieron dejar tras de sí algunos descendientes más que otros individuos que carecían de aquel rasgo concreto. Pero un rasgo que es ventajoso en un momento del tiempo no lo es para siempre. Todo cambia.

Esto es lo que ocurrió durante la larga historia evolutiva de la humanidad. Es cierto que ha habido algunos progresos importantes en nuestro desarrollo, pasos que han hecho que la raza humana avance. Andar erguido es uno de ellos, un cerebro mayor es otro, y la dependencia de la cultura es otro más. Pero cuando observamos con detenimiento la trayectoria humana, no vemos una línea recta, sino un río sinuoso y lleno de meandros. La humanidad no dudó acerca de la mejor ruta a emprender para su desarrollo a largo plazo. Procedimos tomando la mejor decisión posible en cada momento, dentro de nuestro ambiente específico.

En el instituto, se me asignó que estudiara humanidades en lugar de ciencias porque así lo indicaba el test de aptitud. Pero terminé estudiando un campo que era a la vez de humanidades y de ciencias. Solía pensar que no tenía talento para enseñar, pero ahora pienso que estoy muy cualificada para la profesión. Sin embargo, ni por un momento creo que seguiré estándolo en el futuro. El ambiente en el que me encuentro puede cambiar, y también lo harán mi cuerpo y mi corazón. Lo mismo ocurrió en aquellos dieciséis días que pasé conduciendo a través del país. Lo único que podía hacer era decidir por qué carretera conducir mientras tomaba mi café por la mañana, y después dirigirme hacia el oeste durante el resto de la jornada.

Los veintidós relatos de este libro han sido inspirados por las interacciones con los estudiantes en el aula y por los momentos que experimenté directa e indirectamente. Los relatos están escritos en forma de ensayo y pretenden ser divertidos e intrigantes. Muchos de estos capítulos empiezan con alguna pregunta que me hicieron y otros comienzan con una narración que me inspiró a adentrarme más en un tema de interés. He intentado hacer que estos temas sean completamente comprensibles para alguien que no tenga conocimientos de paleoantropología. Siéntase libre el lector de empezar desde el principio y leer todos los capítulos en orden o de empezar en cualquier capítulo y leer después de manera aleatoria. Siéntase libre de cerrar el libro cuando esté cansado o de investigar más al explorar las referencias que se ofrecen en la sección de lecturas recomendadas. Yo tan solo lo invito a que se una a mí en este divertido y emocionante viaje que sigue la pista de los orígenes de la humanidad.

SANG-HEE LEE

¿SOMOS CANÍBALES?

En la película El silencio de los corderos (1991), protagonizada por Anthony Hopkins y Jodie Foster, Hopkins interpreta a Hannibal el Caníbal. Esta es una de las pocas ocasiones en las que compré una entrada de cine y después, a media película, me fui. Al entrar, tenía una vaga idea del argumento. Me repugnaba un poco el tema, pero pensé que podría soportarlo. Es evidente que sobreestimé mis agallas, así que me fui después de ver demasiadas escenas horripilantes.

Por esto resulta bastante irónico que algunos años más tarde se me conociera como la «experta en caníbales», aunque fue por un periodo breve de tiempo. Era la primavera de 2007. Alguien me telefoneó a mi despacho.

—Hola, soy fulano de tal [no recuerdo su nombre], de Hollywood, y trabajo para E! News. Tengo un par de preguntas para usted, puesto que es experta en canibalismo. Si alguien inhala las cenizas de otro, ¿diría usted que eso es canibalismo?

—¿Eh?

—Ayer, Keith Richards, de The Rolling Stones, dijo que había esnifado las cenizas de su padre. Usted sabe quiénes son The Rolling Stones, ¿verdad? De modo que necesito la opinión de un experto. Después de acudir a Google y escribir «canibalismo», su nombre apareció el primero de la lista. ¡No sabía que teníamos a una experta en caníbales tan cerca! Me alegra mucho conocerla.

Me morí de vergüenza al descubrir que mi nombre aparecía entre los primeros resultados en una búsqueda así.

Impartí una clase sobre el canibalismo en un par de ocasiones, sobre todo porque algunos estudiantes estaban interesados en el tema. No tardó en aparecer una reseña en la revista Chronicle of Higher Education. Los colegas empezaron a burlarse de mí llamándome «profesora caníbal». Algunos me enviaron recortes de periódico sobre canibalismo. En aquella época había en marcha un proceso judicial relacionado con el canibalismo en Alemania que yo había usado como ejemplo en mi curso. Parece ser que alguien en Alemania publicó anuncios para reclutar a personas dispuestas a ser comidas, y a continuación mató y se comió a los que respondieron, después de firmar un contrato con ellos.

Dada mi aversión a la idea del canibalismo en general y que mi conexión con el tema era muy tenue, se comprende que me perturbara recibir esta llamada de un periodista de Hollywood. Cuando contesté, primero pensé que se trataba de una broma, pero seguí adelante y di mi opinión experta, a pesar de todo. El canibalismo depende de cómo se defina. En algunas culturas, absorber las cenizas de los antepasados es una costumbre para mostrar respeto por los muertos; los yanomamis, por ejemplo, son conocidos por este comportamiento. Muchos antropólogos clasificarían esta práctica como una forma de canibalismo. No hay manera de saber si Keith Richards se dispuso a inhalar las cenizas de su padre por un respeto comparable al de los yanomamis o si su acto de esnifar fue categóricamente lo mismo que consumir. Mi entrevista con el reportero se publicó tanto en papel como en la red, y algunos de mis amigos me llamaron, deslumbrados por que mi nombre apareciera en el mismo párrafo que el del legendario guitarrista.

El supuesto relato sobre Keith Richards plantea una pregunta muy interesante acerca de la misma naturaleza humana: ¿somos caníbales? Los humanos son omnívoros extremos; decir que no hay nada en la Tierra que los humanos no coman sería solo una pequeña exageración. Pensar que existe una tribu en algún lugar de la Tierra que sirve regularmente a otros humanos de menú a la hora de comer podría no ser algo exagerado. Vemos a menudo películas que presentan a personas que se pierden en la jungla, son capturados por caníbales y después escapan de forma espectacular justo antes de ser cocidos o asados. Cuando alguien pregunta: «¿Quiénes son los caníbales?», la mayoría de la gente contesta algo relacionado con gentes «primitivas» que viven en la jungla. A menudo pensamos que nosotros, personas civilizadas, nunca podríamos ser caníbales, pero que quizá en una tierra lejana haya salvajes, inferiores a nosotros, que tengan hábitos alimentarios tan sorprendentes como el canibalismo.

Volveré a la cuestión de si realmente son caníbales. Hablemos primero de otro grupo que algunos antropólogos sospechan que era caníbal. Dicho grupo es muy importante en las discusiones de canibalismo en las poblaciones humanas modernas. Resulta interesante saber que este grupo no vivía en un lugar lejano ni ocupa un punto muy remoto en el tiempo. Se trata del linaje de humanos modernos (Homo sapiens), ahora extinguido, conocido como los neandertales.

¿NUESTROS PARIENTES CANÍBALES?

Krapina, en Croacia, es un yacimiento rupestre excavado a principios del siglo XX. La cueva de Krapina es famosa porque allí se encontraron enterrados docenas de neandertales. Entre los restos había muchas mujeres jóvenes y niños, y todos ellos compartían algunas características intrigantes. En primer lugar, ninguno de los individuos eran un espécimen completo; solo había fragmentos de cada uno. En particular, había menos huesos faciales y craneales de lo que cabría esperar. Además, los huesos tenían marcas de cortes peculiares. ¿Qué significaba esto?

Los paleoantropólogos interpretaron todo esto como una prueba de canibalismo. A principios del siglo XX imaginábamos a los neandertales como salvajes brutales, violentos y bárbaros. Algunos de los lectores que lean esto ahora mismo pueden tener todavía esta impresión tosca de nuestros antepasados: peludos, encorvados y de baja estatura, con una tendencia violenta, algo parecido a los simios que viven en la jungla africana. Esta impresión negativa creó un sesgo en favor de la «evidencia» de que los neandertales eran caníbales, lo que se convirtió en una opinión generalizada en la primera mitad del siglo XX.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX las cosas empezaron a cambiar. Algunos antropólogos expresaron la opinión de que nunca había habido caníbales, ni neandertales ni de otro tipo. Después, en la década de 1980, Mary Russell publicó un interesante estudio. Russell, entonces antropóloga en la Universidad Case Western, había descubierto una manera nueva e ingeniosa de probar si los neandertales habían sido efectivamente caníbales.

Russell sabía que muchos paleoantropólogos suponían que los neandertales realmente se mataban entre sí y se comían unos a otros, y por lo tanto se dieron prisa en atribuir las marcas de cortes en los fósiles al proceso de sacrificarlos. Pero ¿acaso era posible otra explicación? Russell planteó la hipótesis de que podría haber una explicación alternativa para las marcas: un «entierro secundario». En un sepelio secundario, una persona muerta y enterrada es exhumada tras un cierto tiempo para limpiarle los huesos y después se vuelve a enterrar. En determinadas partes de Corea, hasta hace poco se practicaban entierros secundarios. La limpieza de los huesos para su entierro era asimismo una práctica antigua observada en algunas culturas polinesias y americanas nativas. En estos casos de segundo entierro ritual, las marcas de cortes no proceden del sacrificio, sino de la limpieza detallada y del segundo entierro de los huesos.

Para comprobar si un segundo entierro podía explicar la prueba encontrada en la localidad neandertal de Krapina, Russell reunió información de marcas de cortes de localidades arqueológicas con restos confirmados de matanzas y de otras localidades confirmadas como lugares de entierros secundarios. Primero, recolectó huesos con marcas de cortes de cacerías y matanzas de grandes presas del Paleolítico superior. Después, examinó los huesos de un osario de americanos nativos con marcas de cortes evidentes de entierros secundarios. Comparó las marcas de cortes de estas dos localidades distintas con las de la localidad neandertal de Krapina.

Como el lector ya habrá adivinado, las marcas de cortes de la cueva de Krapina resultaron ser muy diferentes de las marcas de matanzas de restos de animales y más parecidas a las de las localidades de entierros secundarios. En particular, las marcas de cortes de Krapina se hallaban al final de los huesos. Este patrón era muy similar al de las marcas hechas en los entierros secundarios de los americanos nativos, y era evidente que dichas marcas no eran del tipo que se produciría al cortar carne para su consumo.

Es fácil comprender este contraste si pensamos en el proceso mismo del entierro secundario. Normalmente, cuando se produce un entierro secundario, el cuerpo se halla descompuesto de manera sustancial y los huesos pueden limpiarse usando un simple cuchillo. Por lo general, la mayor parte de la limpieza ha de hacerse en los extremos de los huesos largos (donde se hallan las articulaciones), lo que provoca una concentración de las marcas de corte en estos puntos. En cambio, los cortes hechos para descarnar dejan marcas en la parte central de los huesos, porque la carne (el músculo) ha de cortarse y separarse del hueso para su consumo, y la parte media es donde está fijado el músculo. El estudio de Russell demostró que las marcas de cortes en los neandertales correspondían con toda probabilidad a prácticas funerarias, no a extracción de carne. Por lo tanto, las marcas de cortes de la cueva de Krapina no podían emplearse como prueba de canibalismo en los neandertales.

¿SE HA INTERPRETADO MAL A TODOS LOS «CANÍBALES»?

En la década de 1980, cuando Russell publicó su investigación sobre los neandertales de Krapina, la idea de que no hay caníbales (y de que casi con seguridad nunca los hubo) se iba extendiendo poco a poco entre los antropólogos. Algunos aducían que la idea del canibalismo era solo una mala interpretación o un prejuicio. En realidad, el uso mismo del término «caníbal» es el resultado de una interpretación errónea por parte de Cristóbal Colón. Al llegar a las Antillas en el siglo XV, creyó equivocadamente que había desembarcado en la India y que las gentes que encontró allí eran mongoles, a los que se conocía de manera general como «descendientes del Kan». Así, los llamó «canibas».[2] Después envió una misiva a Europa en la que decía que «los canibas comen personas».

El relato de Colón se extendió con rapidez por toda Europa y los «canibas» pasaron a llamarse «caníbales» casi en todas partes. Los europeos quedaron fascinados al descubrir que los caníbales, que hasta entonces solo habían existido en leyendas y mitos, eran reales. Los países europeos empezaron a competir entre sí …

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